Venezuela Quiere Unidad

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sábado, 15 de marzo de 2014

Crimen de Lesa Humanidad.

Por crimen contra la humanidad, o crimen de lesa humanidad, se entienden, a los efectos del Estatuto de la corte penal internacional aprobado en julio de 1998, diferentes tipos de actos inhumanos graves cuando reúnan dos requisitos: “la comisión como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil, y con conocimiento de dicho ataque”. El ataque generalizado quiere decir que los actos se dirijan contra una multiplicidad de víctimas. A pesar de que el Estatuto del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg, de 1945 (el primer instrumento internacional que habla expresamente de crimen contra la humanidad), no incluía el requisito de la generalidad, su Tribunal, al examinar los actos inhumanos como posibles crímenes de lesa humanidad, subrayó que la política de terror “se realizó sin duda a enorme escala”. En este sentido, el Estatuto aclara que por “ataque contra una población civil” se entenderá una línea de conducta que implique la comisión múltiple de actos mencionados en el párrafo 1 contra una población civil, de conformidad con la política de un Estado o de una organización. Al referirse a la población civil, se entiende que se refiere a los “no combatientes”, independientemente de que sean de la misma nacionalidad del responsable, apátridas o que tengan una nacionalidad diferente. Ahora bien, hay que tener en cuenta que en la actualidad predominan los conflictos civiles, en los que muchos grupos armados tienen un carácter irregular que hace difícil diferenciar entre los combatientes y los no combatientes. Esto indica que existe una importante zona gris, no contemplada en el concepto legal. Por otra parte, la presencia de un número reducido de no civiles en un grupo compuesto en su mayoría por población civil se considerará un crimen contra la humanidad en la medida en que se den las demás condiciones del crimen. El que los actos inhumanos se cometan de forma sistemática quiere decir que lo son aquellos cometidos como parte de un plan o política preconcebidos, excluyéndose los actos cometidos al azar. Dicho plan o política pueden estar dirigidos por gobiernos o por cualquier organización o grupo. El Estatuto de Nuremberg tampoco incluía el requisito de que los crímenes contra la humanidad se han de cometer de forma sistemática. No obstante, el Tribunal de Nuremberg, al examinar si los actos juzgados constituían crímenes de lesa humanidad, subrayó que los actos inhumanos se cometieron como parte de “una política de terror y fueron, en muchos casos… organizados y sistemáticos”. Los actos inhumanos prohibidos por el Estatuto de la Corte Penal Internacional, y la definición que da de ellos, son los siguientes: a) Asesinato: privación de la vida a una persona inocente concreta. b) Exterminio: privación de la vida a un grupo de personas inocentes, comprendiendo la imposición intencional de penosas condiciones de vida, y la privación del acceso a alimentos o medicinas entre otras acciones, encaminadas a causar la destrucción de una parte de la población. El exterminio está estrechamente relacionado con el genocidio, ya que ambos se dirigen contra un gran número de personas. Ahora bien, el exterminio se da en casos en que se mata a grupos de personas que no comparten características comunes o cuando se mata a algunos miembros de un grupo pero no a otros. c) Esclavitud: ejercicio de los atributos del derecho de propiedad sobre una persona, o de algunos de ellos, incluido el ejercicio de esos atributos en el tráfico de personas, en particular mujeres y niños. d) Deportación o traslado forzoso de población: desplazamiento de las personas afectadas por expulsión y otros actos coactivos de la zona en que estén legítimamente presentes, sin motivos autorizados por el derecho internacional. e) Encarcelamiento u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales del derecho internacional. f) Tortura: provocación intencional de dolor o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, a una persona que el acusado tenga bajo su custodia o control. Sin embargo, no se entenderá por tortura el dolor o los sufrimientos que se deriven únicamente de sanciones lícitas o que sean consecuencia normal o fortuita de ellas. La Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, de 1984, define como tortura sólo los actos cometidos por funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones o con connivencia oficial. Ahora bien, el párrafo siguiente dispone que dicha definición se entenderá sin perjuicio de cualquier instrumento internacional o legislación nacional que contenga o pueda contener disposiciones de mayor alcance que ampliara aquella definición. g) Violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada u otros abusos sexuales de gravedad comparable. Respecto al “embarazo forzado” se entenderá el confinamiento ilícito de una mujer a la que se ha dejado embarazada por la fuerza, con la intención de modificar la composición étnica de una población o de cometer otras violaciones graves del derecho internacional. A este respecto cabe señalar la guerra de la antigua Yugoslavia, donde miles de mujeres musulmanas fueron violadas por los soldados serbios, con objeto de humillar y de quebrar la cohesión social del grupo bosnio-musulmán. h) Persecución de un grupo o una colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género definido en el párrafo 3, u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional, en conexión con cualquier acto mencionado en el presente párrafo o con cualquier crimen de la competencia de la Corte. Por “persecución” se entenderá la privación intencional y grave de derechos fundamentales en contravención del derecho internacional en razón de la identidad del grupo o de la colectividad. i) Desaparición forzada de personas: aprehensión, detención o secuestro de personas por un Estado o una organización política, o con su autorización, apoyo o aquiescencia, seguido de la negativa a informar sobre la privación de libertad o a dar información sobre la suerte o el paradero de esas personas, con la intención de dejarlas fuera del amparo de la ley por un periodo prolongado. j) El crimen de apartheid: actos inhumanos de carácter similar a los mencionados en el párrafo 1 cometidos en el contexto de un régimen institucionalizado de opresión y dominación sistemática de un grupo racial sobre uno o más grupos raciales y con la intención de mantener ese régimen. k) Otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física. En cuanto al desarrollo histórico del concepto de crímenes contra la humanidad, el primer instrumento en el que se hizo referencia a ellos, aunque no explícita, fue la Convención sobre los usos y las leyes de la guerra terrestre, firmada en La Haya en 1907, concretamente en su cláusula Martens. Ésta dispone que: “En espera de que un Código más completo de las leyes de la guerra pueda ser dictado, las altas partes hacen constar que, en los casos no comprendidos en las Convenciones, los pueblos y los beligerantes quedan bajo la salvaguardia y el imperio de los principios del derecho de gentes tales como resultan de los usos establecidos entre naciones civilizadas, de las leyes de humanidad y de las exigencias de la conciencia pública”. Ahora bien, la necesidad de juzgar a los responsables de los crímenes contra la humanidad se recogió por primera vez en el Estatuto del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg, establecido el 8 de agosto de 1945 por el Reino Unido, Francia, EE.UU. y la URSS. La inclusión de los crímenes contra la humanidad respondió al deseo de los aliados de juzgar no sólo a los que habían cometido crímenes de guerra en el sentido tradicional del término, sino también otros tipos de crímenes que no quedaban comprendidos en ese concepto, como aquellos en los que la víctima fuera apátrida o tuviera la misma nacionalidad que el criminal. Posteriormente, el crimen contra la humanidad se incorporó también al Estatuto del Tribunal Militar Internacional de Tokio, del 19 de enero de 1946. Los Estatutos de los tribunales penales internacionales ad hoc para la ex Yugoslavia (1993) y para Ruanda (1994) también incluyeron y definieron el crimen contra la humanidad. El de la ex Yugoslavia señala, entre otros crímenes, el asesinato, el exterminio, la esclavitud, la deportación, el encarcelamiento, la tortura, la persecución por motivos políticos, raciales o religiosos y otros actos inhumanos. Ahora bien, a diferencia del Tribunal para Ruanda y del Estatuto de la Corte Penal Internacional, dispone que sólo son crímenes contra la humanidad los que se cometen contra la población civil durante un conflicto armado, interno o internacional. No establece que deba existir un nexo entre el acto y el conflicto armado, pero sí que se produzca durante éste. Tal requisito de comisión en el marco de un conflicto aparecía ya en el Estatuto de Nuremberg, pero a partir de entonces la tendencia fue hacia la prohibición de los crímenes contra la humanidad independientemente de que se cometieran en el marco de conflictos armados o no. Por consiguiente, el Consejo de Seguridad, al aprobar el Estatuto para la ex Yugoslavia, aplicó un criterio restrictivo del concepto de crimen contra la humanidad. Joana Abrisketa

sábado, 1 de febrero de 2014

Robin Hood en América Latina

La apuesta por políticas sociales segmentadas, en lugar de reducir, ayudan a reproducir la fuerte fractura social en la región. El verdadero reto de la izquierda reformista es optar por políticas que sean universalistas. La izquierda moderada de América Latina está de moda. En lo que llevamos de siglo hemos oído innumerables alabanzas al Chile de Bachelet, al Uruguay de Mujica o al Brasil de Lula y Rousseff por parte de un gran número de analistas internacionales, incluyendo voces tan liberales como las de Vargas Llosa o el semanario The Economist. Como colofón, este último ha declarado a Uruguay país del año, para regocijo del primero —que escribió El ejemplo uruguayo(EL PAÍS, 29-12-13), elogiando las reformas emprendidas por el “simpático estadista” Mujica, que “vive muy modestamente”. Y es que, con razón, los apologetas de esta izquierda “inteligente” contraponen sus buenos resultados —en libertades civiles, crecimiento económico y eliminación de la pobreza— al desastroso socialismo bolivariano. Sin embargo, esta comparación entre las izquierdas latinoamericanas tan subrayada en los medios es del todo insuficiente, sobre todo si tenemos en cuenta el nivel de desarrollo de la región en el año 2014. Deberíamos comparar los progresos de la izquierda latinoamericana con aquellos de la izquierda reformista que universalizó los Estados de bienestar en Europa durante el siglo XX —desde Suecia en los treinta, dando lugar al modelo paradigmático, a España en los ochenta, dando lugar a una versión más edulcorada (y que parece difuminarse en la actualidad a pasos agigantados)—. La clave de esta izquierda reformista europea —en contraste con experiencias previas, como la torpe izquierda de nuestra República, o con la izquierda dominante en el continente americano (de EE UU hacia abajo)— fue romper con la concepción del Estado que, histórica e intuitivamente, ha tenido el pensamiento progresista: el Estado como una especie de Robin Hood cuya función sería quitar a los ricos para dárselo a los pobres. Obviamente, la izquierda tradicional ha planteado variantes muy distintas de Robin Hoods: desde un Estado “bolcheviquizado” (o bolivariano) que asalta a los capitalistas violando las reglas del Estado de derecho a otro que transfiere dinero, o cartillas de alimentos, a los más desfavorecidos con la aquiescencia del sheriff de Nottingham. El segundo Robin Hood es mucho mejor que el primero en todos los sentidos, pero ni uno ni otro representan una garantía para crear una sociedad equitativa a largo plazo, algo que podemos ver en América Latina. Como un reciente informe del Banco Mundial muestra, a pesar de que la población latinoamericana viviendo debajo del umbral de la pobreza extrema ha descendido a la mitad en las dos últimas décadas (gracias al fuerte crecimiento económico y los programas sociales puestos en marcha), la desigualdad económica continúa en niveles altísimos. Una primera razón es que la izquierda moderada latinoamericana gobierna Estados con una capacidad recaudatoria muy pequeña. Eso sí, como las pequeñas bolsas recolectadas por estos amables Robin Hoods son redistribuidas inteligentemente entre los más desfavorecidos (y algunos grupos electoralmente estratégicos), son suficientes para apuntalar en el poder a Gobiernos de izquierda. A pesar de los programas sociales, la desigualdad económica continúa en niveles altísimos En segundo lugar, hay dudas sobre la efectividad a largo plazo de sus políticas contra la exclusión social. Fijémonos en los resultados del programa más ensalzado —las transferencias condicionadas a cambio, por ejemplo, de que los niños pasen revisiones médicas y vayan a la escuela (unos programas que cubren, en distintas versiones, a más de 113 millones de latinoamericanos)— en el país más ensalzado (Uruguay). A pesar de obvios beneficios inmediatos en términos de reducción de la pobreza, estas transferencias han generado incentivos perversos. Por ejemplo, el niño se registra en la escuela, pero no atiende a clase. Las transferencias tampoco enfrentan las causas de fondo de la desigualdad, como una alarmante tasa de abandono escolar (que se traduce en que un 70,8% de los uruguayos buscan su primer empleo solo con educación primaria), una fuerte segmentación del mercado laboral o una segregación urbana que separa a las clases sociales en barrios distintivos que, a su vez, también tienen escuelas que ofrecen unas oportunidades de aprendizaje muy diferentes. Aquí radica un problema esencial de estas políticas tan extendidas. Actúan sobre la demanda de la educación, dando incentivos económicos a los padres; a expensas, porque los recursos son siempre limitados, de la oferta educativa. Es decir, de dotar al país de unas escuelas públicas de la máxima calidad para todos, que es lo que, a la postre, puede romper la intensa transmisión generacional de la pobreza que sufre la región. A nivel general, las investigaciones de científicos sociales como Bo Rothstein han mostrado los efectos contraproducentes e inintencionados que tienen las políticas sociales condicionadas a las necesidades individuales: los que reciben las ayudas quedan estigmatizados (y eso puede afectar a su posterior integración social); los que no las reciben por poco, se enojan (o bien recurren al fraude para “colarse” entre los beneficiarios. Es importante subrayar que la corrupción puede ser un efecto lateral de programas sociales selectivos); y los que nos las reciben por mucho se dejan convencer fácilmente por demagogos de que ayudar a los otros equivale a malgastar. Además, todos pierden confianza social, que es el pegamento, delicado e imprescindible, que mantiene una sociedad cohesionada. Como resultado, los ciudadanos no se sienten partícipes de un proyecto común, sino identificados con su grupo social más cercano. Esto es lo que tememos que está pasando en América Latina: una apuesta por políticas sociales segmentadas que, en lugar de reducir, ayudan a reproducir la fuerte segmentación social en la región. Pero ¿cuál es la alternativa? ¿Una izquierda más revolucionaria? El ideal podríamos decir que es el de los mosqueteros: uno para todos y todos para uno Desde luego que no. Garantizar una verdadera igualdad de oportunidades solo es posible con una izquierda reformista que, reprimiendo la tentación de Robin Hood (que es muy atractiva), opte por políticas verdaderamente universalistas. Una educación, sanidad, políticas de ayuda a la familia y demás que alcance a todos, o la inmensa mayoría de la ciudadanía. Si las políticas están basadas en la concepción de que distintos ciudadanos comparten un mismo destino, generaremos cohesión social. En lugar del ideal de Robin Hood (que antepone la justicia distributiva a otras consideraciones), el ideal de esta izquierda reformista podríamos decir que es el de los mosqueteros (o sea, dar preferencia a la solidaridad social): el uno para todos y todos para uno. La izquierda reformista europea aprendió que renunciar a una redistribución directa (impuestos a los ricos y gasto social para los pobres) hoy puede facilitar una redistribución más sostenible mañana, porque el pastel de lo público crece. Es más fácil inducir a las clases medias-altas a pagar impuestos elevados —y a que se impliquen en la incesante y ardua tarea de mejorar la eficiencia de los servicios públicos— cuando estas se benefician también de las políticas sociales. Sin embargo, el electoralismo de la izquierda en América Latina impide el desarrollo de este tipo de políticas universalistas. Por ejemplo, cuando el recientemente elegido Frente Amplio uruguayo discutía en 2007 el diseño de su Plan de Equidad, unos cuantos “mosqueteros” propusieron aumentar el número de beneficiarios para más tarde universalizar el programa y así asegurar la financiación del mismo a través de impuestos de todos los uruguayos. Pero fueron derrotados por aquellos “Robin Hoods” que preferían unos fondos más generosos para los más necesitados. Fue una decisión comprensible presupuestariamente (es difícil defender transferencias a los ricos en tiempos de crisis) y políticamente (como alguno comentaba, “¿dónde estaban las clases medias durante la dictadura?”). Pero con efectos dudosos sobre sobre la exclusión social a largo plazo. El atractivo mediático de los Lula, Rousseff, Bachelet y Mujica es mayor que el de los seguramente más aburridos arquitectos históricos de los Estados de bienestar europeos que hoy consideramos emblemáticos. Pero hay que preguntarse si sus políticas sociales no están tan repletas de gestos simbólicos como sus comportamientos individuales. Debemos exigirles más. El dominio de los Robin Hoods no es solo un problema latinoamericano. Tanto allí como en el resto del mundo la nueva izquierda que parece emerger de esta crisis económica enfatiza de forma rabiosa la justicia distributiva —pensemos en el ubicuo lema “somos el 99%”— por encima del ideal de solidaridad social. Necesitamos con urgencia el retorno de los mosqueteros, porque, para construir sociedades equitativas, no bastan con políticas para el 51% ni para el 99%, sino que se requieren políticas para todos. Víctor Lapuente Giné es profesor en la Universidad de Gotemburgo y Johan Sandberg es doctorando en la Universidad de Lund.