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Flaco y hasta peligroso favor le prestan a la oposición democrática aquellos de sus líderes políticos y de opinión que, dándosela de ponderados, andan declarando urbi et orbi que no estamos en dictadura, a lo sumo en "autocracia militarista". Es mucha pose y poca ponderación: mientras el déspota refuerza a ojos vista su dictadura, ellos invitan a su propio bando a no exagerar, a despreocuparse y bajar la guardia. Manejan de buena fe un arquetipo fosilizado de "dictadura": déspota que no encaje con el estereotipo nazi-fascista-estalinista, que no exhiba genocidios, torturas y partidos únicos, dictadura no es. ¿Y la magna lección del historicismo? Panta rei, todo fluye y cambia. No hay arquetipos clonables ni dos dictadores parecidos; las dictaduras son enfermedades oportunistas y mutantes, y todo aspirante al poder absoluto, un ladino inventor de inéditas manipulaciones del colectivo.
La mejor doctrina reduce el concepto "dictadura" (sanguinaria o incruenta, fulminante o despaciosa) a unos seis rasgos constitutivos: absolutismo, irrespeto de las leyes, poder arbitrariamente adquirido, personalismo, totalitarismo, búsqueda de mandato perenne. Características poco discutibles con la excepción de la tercera, el origen del poder; las grandes democracias del mundo perseveran en el error teocrático de considerar que, así como el bautizo nos hace cristianos de por vida, asimismo una victoria electoral garantiza a priori la democracia de todo lo que sigue. Un sofisma post hoc ergo propter hoc hábilmente explotado por la dictadura de Chávez y que las grandes OIG tendrán que enmendar, exigiendo no sólo legitimidad de urna (condición necesaria y no suficiente), sino un sucesivo e irreprochable comportamiento democrático.
Todos los demás rasgos hacen del régimen chavista una indiscutible dictadura: el absolutismo (mando único desde el Estado sin controles parlamentarios ni pluralismo, desautonomización de todas las instituciones republicanas); el irrespeto de las leyes: cotidiana prostitución y violación de una Constitución que fuera disfraz democrático inicial, en aras de otra no escrita y marxista; el personalismo (proyección de los intereses comunes en un jefe supremo taumatúrgico; Chávez autocalificándose de único posible salvador del país); el totalitarismo (apropiación hegemónica, a menudo furtiva, de instituciones y actividades vitales de la nación, en nuestro caso au ralenti pero con inflexible determinación); el intento de eternizarse en el poder (colosal clientelismo electoral; ninguneo de las victorias opositoras; alteración forzosa de circuitos electorales, anuncio de que las fuerzas armadas desconocerán en 2012 una victoria presidencial de la oposición).
La doble originalidad de la dictadura chavista ha consistido en perseguir metas absolutistas, personalistas, totalitarias y de perennidad por caminos formal o aparentemente democráticos y, contra las grandes tradiciones dictatoriales, en diluir su logro sobre años, lustros y decenios.
Esta segunda estrategia implica el incesante sometimiento de la población a un garrote vil in crescendo, un paredón alcanzado por otros medios; una lenta y despiadada tortura personalmente conducida por el dictador entre gesticulaciones mediáticas ya totalmente ritualizadas. Matar políticamente y de a poco es en realidad su principal invención neodictatorial, que le ha llevado a desarrollar un personal e inédito sadismo que transparenta con grotescos miniorgasmos hedonistas ante las cámaras.
El dictador ha dedicado estas semanas a esterilizarles y envenenarles el terreno a los 67 neodiputados no-PSUV.
Su comunismo en cámara lenta no se detiene nunca.
La única manera legítima y eficaz de pararle el trote a ver si la MUD lo entiende será la de cerrar filas alrededor de la Constitución y dar vida a un gobierno-sombra que denuncie día y noche a su violador: en nombre de los 5.688.986 ciudadanos que le ganamos a Chávez el 26 de septiembre pasado.
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